Wednesday 8 October 2008

sin título

A penas recuerdo cómo empezó. Sólo sé que un día, mientras hacíamos el amor, él desapareció. Colgaron carteles por todo el país, lo buscaron durante días, semanas y meses, pero al final desistieron. Se supone que fui el último que lo vio en cuerpo presente y con quien él estuvo ese día, así que fui interrogado, pero nada pudieron sacar de mí. Hubo un tiempo que lo sentí muy adentro y le hablaba largo y tendido, como si estuviera a mi lado. Manteníamos conversaciones sobre todos los temas, pero siempre acabábamos diciendo cuánto nos echábamos de menos, aunque él me solía decir que no se había ido, que estaba dentro de mí. Yo nunca le creí; pensaba que sus réplicas eran fruto de mi imaginación, algo turbada. 

Durante aquellos días ocupé mi tiempo con montones de quehaceres varios y empecé a hacer actividades poco habituales en mi persona, como salir a correr muy temprano para ver los colores anaranjados que aparecían de entre la arboleda o escribir poesía. Una noche me encontré llorando de placer, sin poder encontrar explicación alguna. Me sentía vital y feliz como nunca me había sentido antes, como si alguien des de algún lugar me diera mucha fuerza, mucho amor. La paradoja, no obstante, me llenaba de un profundo sentimiento de culpa. 

Una mañana me desperté sabiendo algo sin saber como lo sabía. De pronto, me di cuenta que él seguía vivo, que había encontrado el modo de meterse dentro de mí. Solía decir que nunca me dejaría escapar, que yo era para él su todo y que lograría entrar en mi alma para conocer toda la verdad sobre la esencia de mi ser. Ahora me doy cuenta de cuánto lo había subestimado. Sin embargo, esos primeras días después de mi descubrimiento, estuvieron llenos de dudas. Me sentí desquiciado. ¡Qué tormento tenerlo tan dentro! Tanto tiempo preguntándome dónde se habría ido y estaba aquí, internado en mi organismo, amando mi mecanismo, contemplando mi yo más carnal, más rojo.  El yo que nadie, ni mi propia persona conseguiría jamás ver.

Las primeras lluvias otoñales arrastraron consigo esos temores y empecé a conversar con él, de nuevo, bajo el telón azul oscuro de la noche, pues era cuando todos dormían que su presencia se hacía casi tangible. Durante el día se aposentaba en algún rincón del ventrículo izquierdo de mi corazón, empapándose en mi sangre, saciando su sed. Y dormía. Sus balanceos me llenaban de energía y sus profundas respiraciones me provocaban cosquillas. Algunas tardes el sol era tan brillante que pequeñas manchas de luz amarilla se colaban por mi garganta e iluminaban todo la cavidad donde él se encontraba, despertándolo. Cuando esto ocurría, él se deslizaba entre mis venas y a mí me entraban unas ganas repentinas de bailar, como si alguien tocara la guitarra dentro de mí. 

Por la noche, cuando me acostaba solo y frío en mi pequeña cama, lo volvía a sentir usurpando en mis entrañas, tocándome la palma de la mano por dentro. Se debía de sentir como un extraño que ha llegado a un país desconocido y cuyas tierras jamás acabará de conocer. Recuerdo que se había llegado a perder, pero siempre se encontraba y cuando lo hacía yo lo sabía porque él mismo me lo decía, reflejando su sombra en el azul de mis ojos, que era justo el momento en que yo iba a despertar. 

pic by christian colomer

Las flores estallan ya en júbilo y parecen entonar suaves melodías a mi paso, pero ni siquiera ellas consiguen arrancarme ahora una sonrisa. Se fueron las sensaciones de antaño. Se fueron los hormigueos diurnos y las alucinaciones nocturnas. Tampoco lloro casi nunca y menos de placer. Nadie me hace el amor como él, en esas largas y oscuras noches de invierno...

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